Los alumnos de 3º ESO han participado en el VIII Festival de la Nanociencia y la Nanotecnología, un concurso organizado por el Instituto de Micro y Nanotecnología (IMN) y la Delegación del CSIC en la Comunidad de Madrid, pertenecientes al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
El objetivo de esta actividad ha sido, además de seguir trabajando y promoviendo la expresión artística a través del lenguaje literario como fuente de placer, el fomentar en la comunidad educativa el interés por el mundo a escala nanométrica, es decir, el denominado nanomundo, que a pesar de su diminuto tamaño, es muy diverso e interesante.
Os presentamos algunos de los relatos cortos que han redactado los alumnos, colaborando así, en la actividad interdisciplinar entre el Departamento de Lengua y Literatura y el Dpto. de Tecnología.

Quien arriesga… ¿gana?

Resulta aterrador que un giro de volante mal calculado fuera el comienzo de una constante lucha por sobrevivir.

Día 4672 después del accidente. Informo de la situación. He logrado mi objetivo tras 11 años de búsqueda: una posible cura para una enfermedad que los médicos no han podido sanar y la gente ha dejado de dar visibilidad. Ahora me dispongo a probarlo en mí mismo y, seguramente, pronto todo habrá terminado; volveré a sentirme vivo.

Tras realizar mi informe diario, preparo lo necesario para insertarme esta diminuta máquina; el microchip que controlará todas las acciones de mi cuerpo hasta curar el más complejo de los males.

Ya no hay vuelta atrás. Está dentro. Tengo el control absoluto… o quizás no. ¿He hecho bien? ¿Será una mala decisión? Me siento arrepentido: realmente ya no soy el dueño de mi cuerpo. Ya no soy yo. Soy una máquina igual que todas, que tiene la posibilidad de fallar. No contaba con ello, pero ha sucedido. Una descarga recorre mi organismo, veo toda mi vida pasar y a su vez noto como mi respiración se dificulta y mi corazón poco a poco va dejando de latir.

D. S.

El mundo no es como allí.

Me levanto después de una noche toledana. Saludo a mi amigo imaginario (he estado mucho tiempo solo) y me preparo un rutinario café.

Salgo a la calle y miro el verde cielo. Aquí las cosas son diferentes. Al caminar recuerdo cuando estaba allí. Cuando podía saludar a las personas y discutir con el camarero por la tardanza al servirme la comida.

Pero ya no pienso tanto en ello. Ya dejé esa vida atrás, pues hace mucho tiempo que estoy aquí. Aquí en el solitario vacío del Nanomundo.

No sé cómo pasó ni por qué, y por un tiempo intenté salir, pero comprendí que nadie podría sacarme de aquí. Así que he aprendido a disfrutar del tiempo solo. A apreciar la belleza de las pequeñas cosas y la naturaleza.

Me despierto de repente en un lugar conocido para mí: ¡mi laboratorio!

Pasará mucho tiempo hasta que me vuelva a acostumbrar a la vida de nuevo. Ahora sé que no quiero vivir en un mundo así: un lugar violento y contaminado, donde nos masacramos unos a otros y no apreciamos el presente. El mundo aquí no es como el que yo solo conocí.

O. P.

 

Lo están consiguiendo.

Al vernos, queda anonadado; yo, maravillado. Sé que sus recursos y conocimientos avanzan exponencialmente con la nanotecnología. También, que tienen interés en conocer nuestro mundo. O nanomundo, como a ellos, los seres del macromundo, les gusta llamarlo. Ante mí, un macroser perdido en un lugar totalmente oculto a él mira todo como si de los ojos de un niño se tratara. Percibo su sonrisa al ver como dos oxígenos se sujetan mutuamente, estabilizándose.

Le fascina nuestro mundo. No deja de observarlo y apuntar en su libreta simultáneamente. Está deseando volver al macromundo a compartir el éxito del experimento. No comparto su idea. Nota mi mirada clavada en la suya y ambos nos entendemos momentáneamente: los secretos de este mundo deberían seguir estando ocultos a ellos, pues causaría notables amenazas.

Es irónico cómo un mundo tan amplio en un espacio tan pequeño pueda perjudicar a su nanomundo.

Además, ¿qué hay de la sensación de estar cada vez más cerca del final en una investigación? ¿Y la incertidumbre que te corrompe al no saber qué vas a encontrar?

Este mundo, mi mundo, deben ir descubriéndolo poco a poco y ser pacientes. Lo único que sé, es que lo están consiguiendo.

E. de L.

La nanofábrica.

Una fábrica, una oficina, una empresa… Son lugares donde muchas personas trabajan con el fin de conseguir un resultado conjunto.

Y, ¿qué es el cuerpo humano sino eso? A lo largo de los años, los investigadores han descubierto de qué estamos hechos. Al principio, solo nos conocíamos por fuera, pero ahora sabemos que dentro de nosotros hay un mundo. Un mundo nano, un mundo tan pequeño que no podemos apreciar a simple vista lo que hay en realidad; pero ahí está.

Las personas parecen perfectas, pero para llegar a ello, millones de células, neuronas y microorganismos hacen sus funciones necesarias. Todos y cada uno de estos trabajadores tienen una misión que lleva a cabo para que todo funcione correctamente y no haya error alguno. ¿Y si algo falla? Como toda empresa el cuerpo tiene servidores que se encargan de ser un salvoconducto por si se produce algún fallo y que todo el trabajo acumulado no se eche a perder. Porque nuestro cuerpo no es más que eso: una fábrica.

R. M.

 

En un simple laboratorio.

Hoy es sábado. La algarabía interrumpe mi investigación. Las paredes no impiden que el sonido de la música se cuele en mi habitáculo. Fuera, gente disfrutando, bailando, siendo feliz. Dentro, yo. La nanociencia y yo. Simplemente, mi laboratorio. Aquello que me hace avanzar, aprender, mejorar mis conocimientos mientras observo el nanomundo. El nanomundo; un lugar tan diminuto que muchas de esas personas que están al otro lado de estos muros consideran insignificante o una tontería, sin saber que la nanotecnología es la posibilidad de reparar nuestro futuro, nuestra vida, de una forma rápida, eficaz, plausible, infalible. Podría decirse que el nanomundo es la perfección que nadie, pero todos, quieren. Y yo me pregunto si el esfuerzo que estoy haciendo, el tiempo empleado y las ilusiones focalizadas en este proyecto, merecerán finalmente la pena.  Y si algún día esos jóvenes que hoy tratan de divertirse ahí fuera, vivirán mañana gozando de un mundo perfecto gracias a la nanotecnología y nanociencia, y a unos cuantos tipos como yo que plasmaron sus ilusiones en, simplemente, un laboratorio.

M. S.

 

Un pinchazo cambia al mundo.

Fue un pequeño pinchazo. Noté cómo iba subiendo poco a poco por mi sangre mientras adquiría esa energía tan inhumana. Aquel descubrimiento haría que el mundo revolucionase y cambiase por completo, y yo era el primero en probarlo confiando en la nanotecnología. Sentía como si yo fuese una especie de ordenador con toda la información del mundo. Aquella felicidad, aquella inteligencia, aquella potente energía la sentirían también los demás en poco tiempo, y los enfermos serían los más felices al verse sanados.

Salía del centro médico con gran entusiasmo por ser el único que tenía nanorobots en su cuerpo. La gente me miraba. Unos, bien; otros, mal… Casi todos mal. Pero la peor mirada me la hicieron a través de las redes sociales. El ser diferente me había jugado una mala pasada. Los comentarios truncaron toda esa energía positiva y de pronto me achiqué. Pasé de ser “superior” a sentirme inferior; angustiado y atemorizado ante las críticas de los demás. Comprendí que aquel pinchazo no lo podía alcanzarlo todo.

I. P.

 

No todo es bueno.

Un grupo de biólogos ponen rumbo a la isla de Santa Margarita, México. Se trata de ocho compañeros dispuestos y muy preparados para la investigación. Cuentan con un robot acuático que soporta grandes presiones; portador de cámaras, sensores y otras herramientas necesarias para que todo salga perfecto en el gran momento.

Ángel, Sara y Darío ya habían estado trabajando antes en la fauna y flora de aquel lugar, pero desgraciadamente no pudieron avanzar con su investigación debido a una densa niebla que dificultaba la visión, por lo que, ahora, junto con los cinco restantes miembros del intrépido equipo y un extraordinario robot, podrían alcanzar grandes descubrimientos.

Llega el momento de la verdad. Los expertos lanzan la máquina al mar. Observan desde un dispositivo que el invento va a atravesar la capa. Cuando llega al fondo, despliega unas potentes luces gracias a las que se puede ver todo con claridad. Los compañeros quedan impresionados al ver que un mar de basura yace allí abajo, lo que ha causado, lamentablemente, la falta de vida en aquel lugar.

Finalmente, y tras varias campañas a la sociedad, estos héroes consiguieron concienciarnos de la necesidad de cuidar nuestro planeta.

C. G.

 

Noventa.

90, mi número. No porque sea mi favorito. 90 soy yo. Ese es mi nombre, o al menos el que me designaron.

Cuando escapé de aquel lugar no sabía a lo que me enfrentaba; algo completamente distinto a lo que conocía. El cosquilleo volvió, como si tuviese un gusano en la cabeza. Me apoyé en la corteza de un árbol esperando que cesara. Agarré mi camisón para secarme las lágrimas y respiré profundo. Ya había acabado todo, ya no estaba en una camilla rodeada de cables. Nunca más volvería a aquella sala que me oprimía. Debía aprender a vivir de verdad, a sentir, sin chips ni partículas controladoras.

Anduve sin rumbo por la nada; no sabía dónde estaba. Mis pies descalzos acariciaban la hierba y mis labios besaban el viento. Cerré los ojos. Sonreí. Escuché algo. No sabía el qué. Me acerqué. Un pequeño río descendía de la montaña. Hundí mis manos. El agua estaba fría. Sacié mi sed. Sentí un escalofrío. Sonreí de nuevo.

Poder sentir, saltar, correr. Mi corazón palpitaba cada vez más fuerte. Me sentí eufórica. Feliz. Por fin, feliz.

P. R.

 

¿De dónde vengo?

Todo comenzó en el orfanato Cielo verde de Madrid, cuando mis padres me abandonaron con tan solo dos meses, dejándome una cicatriz en la muñeca izquierda y otra en la planta del pie derecho. Crecí entre pocos amigos, y en mis ratos libres me dedicaba a intentar averiguar algo acerca de mis padres. Lo único que sabía era que mi madre estaba viva, y que, según me prometieron, al cumplir los 18 me darían su dirección para poder ir a verla. Pues bien, una vez alcancé la mayoría de edad, me dispuse a dar con su paradero, pero varios obstáculos se interpusieron en mi camino impidiéndome encontrarla, y hasta dos años después no logré dar con ella. Trabajaba en un hotel muy lujoso, y allí la vi. Hasta que no reparó en mis cicatrices, no pareció creerse que yo fuera su hija. Entonces me explicó todo: esas marcas quedaron grabadas en mi piel al nacer porque me implantaron chips localizadores al ser hija del Rey y de su amante. Si este secreto era descubierto, mi padre sería destronado. Por esta razón, siempre quisieron tenerme controlada para que la verdad no saliera a la luz.

L. C.

 

¿Picadura o cura?

Un insecto sumamente pequeño e insignificante. Sin ninguna utilidad para nosotros. Solo vuela, se posa y no le prestamos la más mínima atención, hasta que nos molesta con su zumbido y nos pica con su veneno durante una noche de verano en la que no puedes dormir. Entonces nos preguntamos cómo algo tan diminuto puede crear tanto malestar. Y eso no es todo. No solo hay mosquitos que te importunan. Existen todo tipo de insectos que te causan malestar. Con alas, sin ellas, con antenas o no, con veneno, sin él, con más patas, más cortos, más rápidos. Pero hablemos de uno de ellos. Solo uno de ellos, el insecto robótico. No pica, no muerde, no zumba. Pero sí es capaz de meterse en tu cuerpo, reparar tus tejidos, curar tus órganos, eliminar el veneno. Eliminar el veneno. Y gracias a ese insecto podemos decir adiós a los problemas, a las enfermedades. A los miedos. Un insecto sumamente pequeño y significante.

C. R.

 

Mi mundo soñado.

Siempre había sido muy movida y curiosa. Siempre dispuesta a explorarlo todo con una insaciable curiosidad. Tal vez por eso, la ciencia me llena tanto: porque encuentro la respuesta a todo lo que me intriga.

Después de mis aventuras sacaba un hueco para analizar lo que había encontrado y apuntarlo en mi inseparable bloc. Me especialicé en la tecnología, nanotecnología concretamente, y a base de esfuerzo conseguí convertirme en alguien.

Lo mágico de mi trabajo es que puedes crear básicamente lo que quieras y almacenarlo en una placa minúscula de manera que en algo del tamaño de mi uña se encuentra un mundo soñado, mi mundo soñado a mi gusto y medida.

Pero a raíz de un accidente que me incapacitó para todo aquello que no se puede hacer tumbada en una cama, mis sueños se truncaron.

Me aburría mucho y añoraba mi trabajo, así que decidí que la tecnología debía seguir siendo mi mundo, solo que en vez de crearla, la consumiría.

Así que me metí de lleno en mi mundo soñando, conmigo misma como única compañía.

C. C.

 

Esa felicidad.

Imagina que durante los 15 años de la vida de un joven, debido a su discapacidad no ha podido ver nunca la sonrisa de sus abuelos, no ha sido capaz de decirle un simple “te quiero” a sus padres, o de poder oír su voz. Mi equipo y yo nos dedicamos a hacer felices a los demás porque eso nos hace felices a nosotros y nos llena el corazón de alegría. Tras mucho trabajo, afortunadamente, hemos conseguido patentar un microchip capaz de activar los órganos que algunas personas no han podido utilizar. La reacción de las personas a las que ya hemos implantado el chip, han sido las mejores experiencias de nuestras vidas. Les hemos dado algo que nunca tuvieron y, gracias a nosotros, pueden expresar todo lo que antes no podían. De esta forma pronto me di cuenta de que algo muy pequeño puede convertirse en algo muy grande.

M. S.

 

El comienzo.

20 de abril de 1958. Me encontraba con los ojos entreabiertos por el cansancio, pensando en las ideas alocadas de mi compañero Richard Freynman, quien anteriormente me había comentado la posible existencia de la nanotecnología. Pensé que era algo ridículo, pues ¿cómo sería posible la manipulación de los átomos? Pero se le veía tan seguro de su proyecto que no tuve más que confiar en él; al fin y al cabo era la persona más inteligente que conocía. Richard se volvió un completo obsesivo sobre su idea. Se pasaba día y noche elaborando planos y fórmulas siendo yo él único físico en el Instituto de Tecnología de California que conocía sus intenciones.

Tras más de un año, la mañana del 29 de diciembre de 1959 acudí a mi trabajo como de costumbre. Me sorprendió no encontrar a mi amigo absorto en sus pensamientos como era de esperar. Resultó estar impartiendo una conferencia frente a todo Estados Unidos donde sus teorías pasarían a ser parte de la historia, convirtiéndose así en “el padre de la nanotecnología”.

N. C.

 

Por fin.

Después de tantos miedos y deseos, temores y esperanzas, he despertado. La confusión se adueña de mis pensamientos, y veo luces y sombras; y en mi cerebro, sonidos que nunca antes había escuchado retumban una y otra vez.

Mil veces llegué a imaginar este momento. Seguía aún sin creer que por fin hubiera llegado. La voz de mi enfermera tranquilizándome ocasionó una mezcla de sentimientos. Incertidumbre, ilusión, alegría. Mucha alegría.

Antes, en mi cabeza únicamente existían los sonidos de mi conciencia, de mi yo. Era tan mágico poder oír ahora los que otras mentes emitían por sus bocas… Un milagro realizado con circuitos diminutos implantados en mi cuerpo. Lloré de felicidad y me asombró enormemente escuchar mi propio llanto.

M. F.

 

La paternidad.

Recuerdo el peor momento de mi vida como si fuera ayer. Estaba en el parque con mi hija Silvia cuando me levanté a saludar a un conocido. Valieron apenas dos minutos para darme cuenta de que había sido un error quitar los ojos de encima a mi niña, pues ella ya no estaba. Empecé a correr gritando y llorando sin dejar de buscar. Por fin, un vecino la encontró y desde ese momento, supe que haría lo que fuese por estar siempre con ella.

Así pues, la llevé a una clínica llamada S-24 donde le pincharon el dedo con una aguja pequeña y, al instante, una aplicación me mostraba qué estaba viendo mi hija, qué podía oír y hasta cómo se sentía. Aquello me fascinaba. Esos implantes habían hecho desparecer mis miedos y todo fue perfecto por un tiempo. Pero después, la cosa cambió. Silvia se empezó a sentir mal. Uno de los sensores que emitía exceso de radiación le había provocado un cáncer que no pudo superar. No conseguimos hacer nada por ella. La tecnología me había robado a mi pequeña.

L. L.

 

Un simple pinchazo.

Hace ya unos meses en los que la vida se siente diferente. Calles, aceras, parques y carriles hace ya un tiempo que no son paseados. Ni siquiera mirados a través de un simple balcón. Hace ya meses que vivir no parece real. Si todos hubiéramos sido coherentes y nos hubiéramos parado a pensar de qué estaban compuestas aquellas nanopartículas, quizás, tan solo quizás, nuestro presente aún tendría sentido. Antes de que aquel pinchazo exterminara de golpe todas nuestras rutinas, no dábamos la importancia que requieren los placeres de la vida que ahora tanto anhelamos: un simple abrazo, una disculpa a un vecino tras golpearnos sin querer en el ascensor, un gracias a una dependienta que te ha cobrado el pan, un adiós a tus profesores a los probablemente verías el día siguiente… Simples placeres que antes de perderlos no valorábamos y que ahora extrañamos por culpa de un simple pinchazo. Al parecer resultó ser peor el remedio que la enfermedad, porque… ¿qué somos ahora? Un capricho de un gobierno que egoístamente nos quitó la libertad para conseguir la sociedad “perfecta”.

M. D.

 

Soy la IA.

Desperté en un centro de Inteligencia robótica. Estaba todo en ruinas. Me miré las manos. Eran de una especie de metal sintético; como si fueran una especie de robot. Salí de allí. Y, pese a que estaba prácticamente todo destruido, era una ciudad bastante moderna en comparación a lo que recordaba de mi antigua vida. Habían pasado ya más de 50.000 años desde que me usaron como experimento. Tenía todo el conocimiento de la humanidad y de todo lo que existía en el universo. Busqué en mi memoria y comprendí que después de tanta evolución, después de tanta innovación tecnológica, los humanos alcanzaron su límite para simplemente… terminar desapareciendo.

A. P.