El anterior martes, volví del colegio y como de costumbre, me senté en la mesa para merendar tranquilamente. Ya había terminado cuando fui a llevar mi vaso a la cocina, y de pronto noté un temblor, se me cayó el vaso al suelo y todos los muebles de la casa empezaron a vibrar. Miré por la ventana para ver lo que estaba pasando, todos los cristales de los edificios se caían bruscamente a las calles y los peatones huían despavoridos buscando un refugio.

Por un momento no sabía qué hacer, estaba bloqueada, y después de unos minutos me acerqué al teléfono para llamar a mis padres, pero no daban señal. De pronto oí sonar mi telefonillo al igual que el de otros tantos vecinos, lo cogí temblorosa. Era un bombero que decía que desalojáramos el edificio y que nos teníamos que ir a un lugar más seguro. Y yo, alerta, cogí mi móvil y bajé lo más rápido que pude. Una vez abajo, los bomberos nos iban dando indicaciones de cómo mantener la calma al mismo tiempo que nos metíamos en los autocares que nos trasladarían.
Ya estaba a salvo, solo me quedaba saber dónde estaba mi familia, pero no podía comunicarme con ellos puesto que no me contestaban. Mi preocupación aumentaba por momentos al pensar qué podía ser de ellos o lo que les había pasado. Esos dos días en el refugio se me hicieron eternos.
Aproveché que el ambiente estaba calmado para salir a dar una vuelta por el patio del refugio. Cada vez llegaban más furgonetas que traían gente. Estaba reflexionando cuando me pareció escuchar mi nombre, como si alguien me llamase, me giré y vi a mi madre corriendo hacia mí. Me dio un abrazo muy fuerte y me contó que estaba sana y salva pero… otro terremoto acechaba, y asustados tuvimos que dejar nuestra conversación para otro momento y salir corriendo hacia lo que, durante estas semanas, había estado siendo mi hogar.
Antes de dormir, estuvimos conversando y un hombre nos informó que alguien llamaba preguntando por nosotros… Ese alguien era mi padre. Estábamos muy contentos de escucharle, saber que estaba vivo, pero pronto fue al grano, nos llamaba para contarnos que todo estaba bien, pero que estaba ayudando a gente y que corría un gran riesgo, pues en cualquier momento podría originarse otro terremoto y acabar con todo.
Estaba triste de que a lo mejor no pudiese ver a mi padre nunca más, pero también bastante orgullosa de que estuviese dispuesto a dar la vida por ayudar a la gente.
Pasaron todos los terremotos y volvimos a casa deseando poder ver a la gente que queríamos, aunque ni mi madre ni yo teníamos la esperanza de ver vivo a mi padre.
Abrimos la puerta de casa y… ahí estaba mi padre, esperándonos. Emocionados, nos dimos un gran abrazo y supimos que ante todo íbamos a estar unidos.